Eugenesia. Ética de la sexualidad. Transplantes de órganos. Regulación de la natalidad. Aborto. Retraso mental. Vejez. Frutilidad. Eutanasia. Suicidio asistido
Tipo: Libro
Edición: 2da
Año: 2022
Páginas: 433
Publicación: 20-02-22
ISBN: 978-987-706-415-5
Tapa: Tapa Rústica
Formato: 16 x 23 c,
Precio: $87.000
Precio por mes: $4350 (mínimo 3 meses)
Anuario de Bioética y Derechos Humanos 2024
La obra. En este tercer tomo de la obra general “Ética y Vida” el autor se refiere a los problemas de la ética en los confines de la vida, que concentran una amplia cantidad de conflictos. Los textos así reunidos son siempre respuesta a temas surgidos desde la sociedad y de sus instituciones médicas y universitarias.
Por eso son textos vivos, no obedecen a un plan preestablecido. Como Gracia afirma en el Prólogo a la primera edición, lo que se pierde en academismo se gana en vida. De su mano desfilan así capítulos dedicados a la historia de la eugenesia, ética de la sexualidad, crecimiento poblacional y desarrollo sostenible, ética y regulación de la natalidad, problemas filosóficos en genética y en embriología, confidencialidad de los datos genéticos, el estatuto del embrión, historia del aborto, bioética y pediatría, el retraso mental en la historia, jóvenes y viejos, historia de la vejez, los cuidados intensivos en la era de la bioética, futilidad: un concepto en evaluación, dilemas éticos en los confines de la vida: suicidio asistido y eutanasia activa y pasiva, historia del trasplante de órganos, determinación del momento de la muerte; consecuencias éticas, extracción de órganos a corazón parado. De este verdadero banquete bioético nos ocuparemos de solo uno de ellos, –historia de la eutanasia– como una buena muestra, confiamos, de todos aquéllos.
El autor, reconociendo la influencia que Xavier Zubiri ha tenido sobre su pensamiento, considera que desde la metafísica de Zubiri es posible elaborar una ética que sirva para enfocar con rigor y originalidad los problemas que plantea la vida humana en cualquiera de sus facetas. Gracia la denomina “ética de la responsabilidad”, término que cobró carta de naturaleza en 1919, por obra de Max Weber, y sirve para definir con gran precisión algunas de las características fundamentales de cualquier ética verdaderamente actual. Una de las características de esta ética, anota el autor, es su desconfianza en el poder de la razón para formular proposiciones deontológicas de carácter absoluto y carentes de excepciones. “Si hay algo absoluto, y yo pienso que lo hay –dice–, eso no será racional, sino previo a la razón”. Pero, añade, los productos de la razón en general, y de la razón en particular, no pueden aspirar al estatuto de absolutos. Las creaciones racionales son siempre inadecuadas, aproximativas, penúltimas. Nunca acabaremos de conocer el en sí de las cosas y, por tanto, siempre habrá una inadecuación fundamental entre ellas y nuestra mente.
La razón se halla siempre en camino, en actitud de búsqueda. Como consecuencia, la razón es constitutivamente “histórica”. De allí Gracia, siguiendo a Zubiri, sostiene que la razón no es solo lógica, sino también histórica.
Por ello, afirma si alguna peculiaridad tienen estos trabajos, es estar enfocados siempre en perspectiva histórica. No se trata de un prurito culturalista, ni de afán de erudición. Se trata de una estricta necesidad intelectual. Es un error querer enfocar los problemas éticos solo desde categorías lógicas. Para el autor, su mayor aspiración es que sus escritos pudieran llevar a alguien a decir algún día que le habían ayudado a cambiar de vida, a vivir un poco mejor o a ser algo más responsible. Tres modos que le ayudaron a él por el mero hecho de escribirlos.
Historia de la eutanasia. Para el autor esta historia nos es casi completamente desconocida y solo en los últimos tiempos se ha producido la ruptura del tabú que nuestra cultura ha establecido siempre en torno a los temas de la sexualidad y la muerte. A partir de los años sesenta ha surgido toda una nueva cultura de la muerte, o quizá mejor, del morir. Los cuidados intensivos, los trasplantes de corazón, las técnicas de soporte vital, son algunos agentes de esta revolución. Junto a esta revolución tanatológica, ha sido precisa otra, estrictamente historiográfica, para que nuestro conocimiento de los modos históricos de morir comenzara a ser fiable. Revolución historiográfica que se conoce con el nombre de “historia de las mentalidades”, cuyo objetivo es combinar la clásica historia de las ideas con la moderna historia social e iniciar así el estudio histórico de los comportamientos humanos básicos: las creencias religiosas, la actitud ante la maternidad, la infancia, la vida familiar, el matrimonio, la ancianidad, la muerte. Uno de los padres de esta moderna historia de mentalidades, y más en concreto de las mentalidades sobre la muerte y el morir –recuerda Gracia–, ha sido Philippe Ariés (“La muerte en Occidente”, “El hombre ante la muerte”).
El autor analiza así las mentalidades más importantes que se han dado a lo largo de nuestra cultura occidental a propósito de la eutanasia. En su opinión, son tres: la “ritualizada”, la “medicalizada” y la “autonomizada”, afirmando que solo desde ellas, y concretamente desde el marco conceptual de la última, cobra sentido el actual debate sobre la eutanasia.
La eutanasia “ritualizada”. La muerte no es ni ha sido nunca un hecho “natural” simple y unívoco, sino un complejísimo fenómeno “cultural”; es una creación del hombre, sostiene el autor. Como la única respuesta indudable a la pregunta de cuándo muere un ser humano es que el hombre está muerto cuando su cuerpo se descompone, añade, la corrupción orgánica es el único signo cierto de muerte. Hecho biológico que nunca ha sido culturalmente asumible. Los seres humanos no pueden ver cómo se descomponen ante su presencia los cuerpos de las personas queridas. Esto explica que siempre se hayan buscado signos premonitorios de la descomposición orgánica (v.gr., “muerte cardiopulmonar”, “muerte cerebral”).
Gracia se refiere así a los llamados “ritos de paso”, propios de los momentos de la vida humana de una especial trascendencia cultural, como son el nacimiento, la pubertad, el matrimonio, la muerte. Todos se caracterizan por ser grandes saltos cualitativos, pasos de una situación social a otra. De ahí que sean momentos especialmente delicados y conflictivos, y que necesiten de una “liturgia” especial. Concluye el autor que todas las culturas se han visto obligadas a “ritualizar” el fenómeno de la muerte. Ritos que han tenido siempre por objeto “humanizar” el proceso de morir, evitando en lo posible el sufrimiento. En los casos desesperados, las culturas no han encontrado otro modo de humanizar la muerte que acelerando directa y voluntariamente su llegada. Los personajes encargados de esto eran en unos casos los familiares, en otros los chamanes, magos o hechiceros. Agrega el autor que, a partir del nacimiento de la medicina científica en Grecia se va a producir una gran novedad, será el médico la persona encargada de cumplir con esta misión. De ahí que la eutanasia se medicalice.
La eutanasia “medicalizada”. El autor niega que la medicina haya tenido por objeto luchar por la vida, defender la vida, y que por tanto siempre se ha opuesto a las prácticas eutanásicas. Más bien todo lo contrario: la medicina occidental ha sido desde sus orígenes una ciencia eutanásica. Invoca en esa dirección los dichos de Platón (“República”, 406 c), la ciudad natural o perfecta ha de estar compuesta de hombres “sanos”; los ciudadanos han de gozar de salud, dado que esta es inseparable de la perfección. Por eso en la ciudad ordenada, los médicos no tienen cabida.
Asclepio –recuerda Gracia– dictó las reglas de la medicina para su aplicación a aquellos que, teniendo sus cuerpos sanos por naturaleza y en virtud de su régimen de vida, han contraído alguna enfermedad determinada, pero únicamente para estos seres, a quienes, para no perjudicar a la comunidad, deja seguir su régimen ordinario limitándose a librarles de sus males por medio de drogas y cisuras, mientras, en cambio, con respecto a las personas crónicamente minadas por males internos, no se consagra a prolongar y amargar su vida con un régimen de paulatinas evacuaciones e infusiones, de modo que el enfermo pueda engendrar descendientes que, como es natural, heredarán su constitución, sino por el contrario, considera que quien no es capaz de vivir desempeñando las funciones que le son propias no debe recibir cuidados, por ser una persona inútil tanto para sí mismo como para la sociedad. La función del médico es, pues, estrictamente eutanásica.
Averroes (“Exposición de la ‘República’ de Platón”, p. 32), prosigue, uno de los máximos médicos de toda la Edad Media, confirma tal función de los médicos en la polis; la sociedad es un “cuerpo” y necesita desprenderse de los “miembros enfermos”. La dicotomía de que se hacen eco Platón y Averroes es la misma que los médicos hipocráticos establecieron entre enfermedades “tratables” y enfermedades “intratables”.
En contra de lo que suele decirse, las enfermedades que no se deben tratar no son solo las “mortales por necesidad”, sino todas aquellas que por no permitir el trabajo y la vida normal en la ciudad, es justo que los médicos encaucen hacia la muerte. No tratando las enfermedades “intratables”, los médicos actúan, por tanto, eutanásicamente: practican la eutanasia. En algún caso, reducen el ámbito de “lo no tratable” al de “lo incurable”, es decir, “lo que no puede restituirse a su estado natural, ni reintegrarse a la vida normal de la ciudad” (criterio platónico). En cualquiera de los dos casos, afirma el autor, es claro que el “dehahucio” ha sido clásicamente una práctica eutanásica en la Antigüedad. Son términos correlativos (Séneca, De ira, Libro I).
Ello explica que la palabra eutanasia se utilice desde los tiempos del emperador Augusto (quien pidió la eutanasia, semejante a la que se vio en la muerte de otro emperador romano Antonino Pío), y hasta finales del siglo XIX significó el acto de morir pacíficamente y el arte médico de lograrlo. El primero que utiliza el término es el historiador romano Suetonio (Vidas de los doce Césares, Libro II). Ya ubicados en el Renacimiento, Gracia menciona textos de Francis Bacon (El avance del saber, IV, 2) y de Tomás Moro (Utopía) en similar sentido.
Durante el siglo XIX el interés por el tema de la eutanasia subió de grado, expresa el autor. Los grandes novelistas de la época lo utilizan como argumento literario. A fines de dicho siglo se reaviva la tensión entre platonismo e hipocratismo a propósito de la eutanasia.
Los primeros consideraron que debía aplicarse a todos los sujetos “inservibles”, y los segundos, solo a los “incurables”. Un jurista alemán, Adolf Jost (Das Recht auf den Tod, 1895) argumenta que el control sobre la muerte de los individuos debe pertenecer en última instancia al Estado. Derecho similar al que el mismo ejerce ya, por ejemplo, en la guerra, donde miles de individuos mueren en bien del Estado. En 1920, el jurista y filósofo Karl Binding y el médico psiquiatra Alfred Hoche publican un libro sobre el permiso para destruir las vidas carentes de valor vital, entendiendo estas no solo las de los enfermos incurables, sino también las de la mayor parte de los enfermos mentales, los retrasados psíquicos y los niños retardados y deformes. Profesionalizan y medicalizan el concepto, dándole un contenido estrictamente “terapéutico”: destruir la vida sin valor vital es, dicen, “solo un tratamiento sanador” y una “obra higiénica”. Hoche insiste en que esa política de matar es compasiva y acorde con la ética médica. Sus ideas fueron aceptadas por un buen número de médicos y psiquiatras alemanes. Esto explica, señala Gracia, que la más avanzada comunidad médica del mundo llevara a cabo, durante el periodo nazi, un exterminio de 200.000 pacientes psiquiátricos y crónicos, y que colaborara activamente en el más amplio programa de exterminio social de que se tiene noticia.
La eutanasia “autonomizada”. El interés actual por la eutanasia, a juicio del autor, se debe a que nuestra época ha introducido un nuevo factor en la reflexión sobre este tema: la autonomía de los pacientes. Solo en las últimas décadas ha comenzado a cobrar importancia, a tenerse en cuenta, la voluntad de los pacientes. Por eso la pregunta por la eutanasia se formula hoy de modo distinto al de cualquier otra época anterior. Lo que nos preocupa no es si el Estado tiene o no derecho a eliminar a los enfermos y minusválidos, sino si hay posibilidad ética de dar una respuesta positiva a quien desea morir y pide ayuda a tal efecto. Vivimos en la época de los derechos humanos, reflexiona Gracia, y entre estos está el derecho a decidir;–dentro de ciertos límites– sobre las intervenciones que se realizan sobre el propio cuerpo, esto es, sobre la salud y la enfermedad, sobre la vida y la muerte. En el ámbito de la vida y la muerte, conocida hoy con el nombre de “derecho a la propia muerte”. Para el autor, todo hombre es, en principio, propietario y responsable de su muerte. Siempre se muere solo. Por eso la muerte es la cuestión personal por antonomasia. No hay más muerte que la propia. De ahí, recuerda, el conocido verso de Rilke: “Da a cada cual, Señor, su propia muerte”.
Luego el autor define la salud como un proceso de apropiación del propio cuerpo o de la propia realidad corporal, capaz de superar con un cierto éxito el contraste con los problemas actuales. La salud no puede definirse como la “ausencia de enfermedad” ni como “silencio de los órganos” ni tampoco como mero “bienestar”. Es preciso definirla, remarca, en términos de capacidad de posesión y apropiación por parte del hombre de su propio cuerpo.
Cuanta mayor sea esa capacidad, mayor salud se tendrá, y cuanto menor lo sea, es decir, cuanto más desposeído se sienta uno de su propio cuerpo, cuanto más expropiado lo note, mayor será su enfermedad. Esta definición de salud obliga a reformular otras, como la de sanidad y sistema sanitario. La sanidad no puede confundirse con la mera prevención de las enfermedades sino con la cultura del cuerpo. A su vez, hay sistemas sanitarios que, intentando prevenir la enfermedad, desposeen y expropian al hombre de su cuerpo. Se produce entonces el fenómeno que Marx denominó “enajenación”. La enajenación de la salud es, obviamente, la enfermedad; la enfermedad de la salud.
La dialéctica apropiación-expropiación es particularmente importante en el final de la vida de las personas. No hay duda de que la enfermedad mortal va poco a poco expropiando el cuerpo hasta acabar con él. Pero tampoco la hay de que los procedimientos técnicos y asistenciales puestos a punto en estas últimas décadas, cuando no se utilizan correctamente, pueden incrementar aún más ese proceso de expropiación. Se entiende, por esto, que haya enfermos para los que el morir sea preferible a vivir de esa manera. Hay expropiaciones peores que la muerte, precisamente porque distorsionan aún más el proceso de apropiación. Es preferible no poder apropiarse nada (eso es la muerte), que verse obligado a asumir como propio un modo de vida que se considera humillante, indigno, inhumano. Esto explica, nos dice el autor, que haya sido en estas últimas décadas cuando los enfermos han comenzado a exigir respeto a sus propias decisiones sobre cómo morir. Conjunto de documentos conocidos como “testamentos vitales”, “directrices previas”, “órdenes de no reanimar”, etcétera, todos ellos intentos de vivir del modo más apropiado posible la fase final de la vida, y por tanto con la máxima dignidad y salud, evitando aquellas expropiaciones.
El debate actual está en saber si este proceso de autonomización del morir puede llevarse hasta el punto de que los pacientes puedan no solo rechazar tratamientos que consideran innecesarios o perjudiciales, sino también pedir que se ponga fin a su vida. Todo ser humano tiene derecho a evitar, tanto “activa” como “pasivamente”, situaciones de expropiación que considera peores que la muerte.
Para Gracia, el problema ético se resume a saber si las personas que viven una vida que consideran peor que la muerte pueden poner término a sus sufrimientos (suicidio) y si en caso de que estén imposibilitadas para realizarlo por sí mismas pueden pedir a otras, especialmente a los médicos, que pongan término a su vida (eutanasia). En principio parece difícil negarles ese derecho, y aun a pedir a los demás que las ayuden a tal efecto, y tal es la razón de que el suicidio, aun en el caso de que resulte frustrado, esté pasando a no ser delito en un buen número de códigos penales, como por ejemplo el español.
Pero el problema de la eutanasia no está ahí, en el orden de los principios éticos de “autonomía” y “beneficencia”, asevera el autor, sino en otro nivel previo, el de los principios de “justicia” y “no maleficencia”. Ayudar a otro a quitarse la vida puede ser un acto de beneficencia (ante un cuadro clínico extremo) y puede serlo también de maleficencia (por motivos interesados, económicos, familiares, sociales, etcétera). No es fácil establecer una línea divisoria entre esos dos niveles, y tal es la razón por la que los códigos penales suelen penar la ayuda al suicidio, y también, de que ningún país se haya atrevido a legalizar la eutanasia, sino solo a despenalizarla en ciertos supuestos, en los que la colaboración médica al suicidio de los pacientes solo puede realizarse bajo un estricto control judicial.
El hecho de que la sociedad se considere obligada a proteger la vida de las personas demuestra bien, para Gracia, que en el fondo de la cuestión de la eutanasia hay siempre un problema de justicia. No hay duda alguna de que la vida es un bien común que la sociedad tiene obligación de proteger, aun en contra de la voluntad de los individuos concretos. La justicia exige que todos los hombres sean tratados con igual consideración y respeto, y que las diferencias sociales entre ellos solo sean permisibles cuando redunden en beneficio de todos, en especial de los menos favorecidos, Si esto es así, si a esto es a lo que obliga el principio ético de justicia, no hay duda –pone de relieve el autor– de que nos encontramos en un mundo profundamente injusto. Quienes más tienen son los que más reciben y aquellos que se hallan en situación de desventaja reciben menos, con lo cual las diferencias entre unos y otros son cada vez mayores. Esto es evidente en el caso de los enfermos crónicos y de los ancianos. Nuestra sociedad, basada en el principio de la competición y la juventud, margina a ambos de modo sistemático. Pasada la barrera de los sesenta y cinco años, el hombre va sufriendo en sus carnes un conjunto de marginaciones o muertes progresivas: laboral, familiar, etcétera. Cuando a todo esto se añade la invalidez biológica y la enfermedad, no puede extrañar –reflexiona el autor– que los pacientes puedan verse en situaciones tan trágicas que ellos consideran peores que la propia muerte. Estos son los casos en que suelen pedir la eutanasia. No lo harían si vivieran de otro modo, sin verse excluidos del mundo de los vivientes. La sociedad tiene la obligación moral de reparar esta tremenda injusticia, haciendo por ellos todo lo que esté en su mano. Hay muchos medios de ayudar a quienes se encuentran en esas situaciones: la compañía, la amistad, la psicoterapia, la medicina paliativa, los hospices y tantas cosas más. Es muy probable que, si todos esos métodos se pusieran en práctica, nadie pidiera morir.
Pero cuando no lo hacemos así, dudamos –concluye– de que tengamos legitimidad moral suficiente para negarles una muerte rápida y digna. Así se encuentra hoy planteado el tema de la eutanasia. Su futuro, para el autor, dependerá de la propia evolución moral de nuestra sociedad. Si decide ir en busca de la justicia, no hay duda de que el problema se irá resolviendo poco a poco. En caso contrario, cobrará cada vez mayor volumen, y será uno de los índices más expresivos y fieles de nuestra moralidad bajo mínimos. De ahí que ante el tema de la eutanasia nadie puede quedar indiferente o considerarse ajeno.
Una vez más, con este tercer tomo de su obra Ética y Vida, Diego Gracia nos brinda con creces su sabiduría y su rica experiencia docente. A modo de conclusión apelamos, pues, al aforismo de su compatriota, el gran poeta sevillano Antonio Machado: “En cuestiones de cultura y de saber, solo se pierde lo que se guarda, solo se gana lo que se da”.
Eduardo Luis Tinant
El gran valor y la actualidad que posee la obra de Diego Gracia radica en que él se sitúa en la corriente ética de la “responsabilidad”.
En este libro el autor aborda lo atinente a los principios éticos en el origen y en el final de la vida, con toma de posición en temas debatibles, con los fundamentos que pocos pensadores pueden dar.