Fragilidad. Propiedad del cuerpo humano. Relación médico-paciente. Consentimiento informado. Información primaria. El paciente oncológico. Comités de ética. Drogadicción.
Tipo: Libro
Edición: 1ra
Año: 2021
Páginas: 184
Publicación: 19/08/2021
ISBN: 978-987-706-394-3
Tapa: Tapa Rústica
Formato: 23 x 16 cm
Precio: $40.000
Precio por mes: $2000 (mínimo 3 meses)
Anuario de Bioética y Derechos Humanos 2024
La obra. En “Bioética clínica”, segundo tomo de la citada obra general Ética y Vida, el autor aborda la bioética clínica, que es la actividad que realiza el galeno con la persona enferma, a diferencia de la clínica de la patología que estudia la enfermedad. Diego Gracia examina así, asuntos vinculados con la bioética clínica, historia de los conceptos de salud y enfermedad, propiedad del cuerpo humano, la relación médico-enfermo, consentimiento informado, aspectos bioéticos de la medicina, métodos de análisis de problemas éticos en la clínica humana, la bioética en atención primaria, el paciente oncológico, decisiones de sustitución, psiquiatría de la ética-ética de la psiquiatría, la ética de los comités de ética, drogadicción. De ese extenso y rico panorama, nos ocuparemos de uno de los temas centrales que subtitulan la tapa del libro, el que más nos ha gustado, concediéndonos a cambio mayor espacio para la tarea.
Ética de la fragilidad humana. En este capítulo el autor estudia con maestría la relevancia antropológica y ética del concepto de fragilidad. Ética de la fragilidad que exige el respeto del otro, aunque sea débil, o precisamente por serlo, evitando las agresiones, tanto positivas o por comisión (violencia), como negativas o por omisión (negligencia). La ética de la vida frágil no solo debe evitar ambas agresiones, sino que, por el contrario, debe basarse en el respeto y la diligencia. El hombre frágil, añade Gracia, es el único que dispone de las dos formas de expresión que son la risa y el llanto, fenómenos expresivos de la vida espiritual, pues solo los seres espirituales tienen acceso a ellos. El espíritu se manifiesta no solo como poder, sino también como debilidad. De tal modo, los valores espirituales son de superior jerarquía a los valores vitales, pero menos urgentes, y en esto consiste su debilidad. Lo más urgente es siempre preservar la vida porque, en caso de no hacerlo así, los propios valores espirituales perderían su soporte. De ahí que siempre resulte comprensible la opción por el valor vital amenazado, aun en detrimento de un valor espiritual. La actitud contraria, la opción por los valores espirituales cuando tal opción pone en peligro la vida, es siempre “heroica”. Max Scheler definió la “tragedia” –una de las cimas de la vida del espíritu– como aquella situación en que alguien antepone un valor espiritual al valor vital amenazado; es decir, cuando la realización de un valor espiritual exige inmolar la propia vida.
Diego Gracia se refiere luego a que solo el hombre carece de medio; dicho de otro modo, solo él es un animal “des-centrado” o “ex-céntrico”. De ahí su gran desvalimiento biológico. No posee fino olfato ni gran vista ni en general ninguna de las cualidades biológicas que permiten a los diferentes animales ajustarse a su medio. Desde el punto de vista biológico, el hombre es un animal deficitario respecto a las características que se necesitan para subsistir en la naturaleza. Por cuya razón, para Arnold Gehlen, citado por el autor, el hombre solo se hizo biológicamente viable mediante la inteligencia, esa facultad capaz de “pre-visión”, “pro-vidente”, que permite transformar lo negativo en positivo, las “carencias adaptativas” en “oportunidades de prolongación de la vida”. La inteligencia tiene, así, una elemental función biológica, hacer viable a un ser que de otro modo estaría condenado al exterminio. La inteligencia no ajusta al hombre a un medio (Umwelt), sino que lo sitúa en un nivel superior, el del mundo (Welt). Medio y mundo tienen características no solo distintas, sino claramente contrapuestas.
El medio está cerrado, en tanto que el mundo es abierto. En el medio rige el determinismo, la respuesta siempre está predeterminada, mientras que en el mundo rige la indeterminación, la respuesta hay que crearla. El medio se tiene, el mundo se crea. Esa creación del mundo es lo que llamamos vida del espíritu, cultura. Esta no es una especie de plano superpuesto al de la vida y opuesto a él, El espíritu no es la antítesis de la vida, su negación, sino exactamente lo contrario, la cualidad que hizo posible la persistencia de la vida en el ser humano. La propia ética tiene esta primaria función biológica, posibilitar la vida en un medio no cerrado, abierto, tan amplio que abarca el todo de la realidad.
De esto se deduce que la propia moralidad va íntimamente unida a la “fragilidad” y a la “deficiencia”. El autor acude así una vez más al filósofo español Xavier Zubiri, para quien la inteligencia humana tiene una función elemental que es extremadamente biológica, según vimos, hacer viable a un ser que de otro modo estaría llamado al exterminio. La inteligencia permite al hombre “hacerse cargo de la realidad”.
El animal se halla “ajustado” al medio; vive, dice Zubiri, en “justeza” natural. El hombre, por el contrario, agrega, es el perpetuo desajustado; tiene que hacer su propio ajustamiento, es decir, tiene que “justi-ficarse”. Y en esta, su perpetua necesidad de justificación, consiste el núcleo de su vida moral.
La vida es frágil, Y la vida humana especialmente lo es, enfatiza Gracia. El hombre vive siempre en el límite. Vivir humanamente es estar siempre al borde del abismo. El autor invoca entonces la frase de Helmuth Plessner, “lo común a la risa y el llanto es ser respuestas a situaciones límite”. Y el verso de Hölderlin, “pero donde está el peligro, allí nace lo que salva”. Existir es vivir en peligro, por eso mismo es en el peligro donde se nos revela el verdadero ser del hombre, su existencia. Acontecimientos que el filósofo alemán Karl Jaspers llama “situaciones-límite”, entre las que enumera la muerte, el sufrimiento, el azar, la culpa, la lucha. Todas situaciones de amenaza, de zozobra, de llanto. Ellas sacuden al hombre en sus cimientos, lo zarandean, haciéndolo tocar el fondo de la existencia y abriéndolo al horizonte de la transcendencia. Solo cuando se vive de esta forma, desde el límite, la vida es “auténtica”. Y solo entonces tiene sentido hablar de ética.
Gracia postula así una ética de la fragilidad. Tras aludir a lo que considera la tesis básica del libro El gen egoísta del biólogo inglés Richard Dawkins, a saber, que ética y darwinismo están profundamente reñidos, toda vez que la evolución biológica se basa en la lucha por la vida mediante el principio de la selección natural de los mejor dotados o más aptos y por lo tanto los genes están siempre actuando en propio provecho, sostiene que el caso humano es muy distinto. El hombre interpone entre la realidad y las cosas todo un mundo simbólico, en el que aparecen conceptos tales como el de obligación moral. Entre las cosas que la ética obliga a hacer a los seres humanos, una de ellas es proteger a los más débiles del exterminio. La ética humana es siempre una ética de la fragilidad. La ética tiene, al menos vista desde esta perspectiva, un claro sentido antievolutivo o, si se prefiere, biológicamente regresivo. Cabe concluir, pues, que la evolución es antiética o que la ética es antievolutiva. Naturaleza y moralidad no solo no son concordantes, sino que en este caso se oponen frontalmente.
En cualquier caso, es evidente que el objeto de la ética no es otro que proteger al débil. De esta necesidad han nacido todos los códigos morales. Un ejemplo altamente significativo es la aparición de las tablas de derechos humanos. El autor niega que los hombres dedujeron los derechos humanos por puro análisis racional, previamente a cualquier conflicto de hecho. En tal sentido se apoya en la tesis del filósofo francés Michel Foucault de que lo anormal tiene siempre prioridad sobre la norma. Esta no se formula más que para definir ciertas conductas como ilegítimas o anormales. No es la norma lo que define lo anormal, sino que al revés, lo anormal es lo que da origen a la norma. Si no fuera por los conflictos, careceríamos de códigos normativos.
Para Gracia en la historia de los derechos humanos esto se cumple con toda precisión. Los derechos humanos son una conquista muy reciente de la humanidad, y se promulgaron para defender a los más débiles. Todos ellos, antes de cobrar vigencia normativa en el seno de las constituciones liberales, hubieron de configurarse en el crisol de las llamadas revoluciones democráticas, la inglesa primero, después la estadounidense y la francesa. La teoría de los derechos humanos, probablemente la máxima conquista moral de la historia moderna de Europa, surgió del infringimiento sistemático de esos derechos por parte de los poderes eclesiásticos, unas veces, y civiles, otras.
Entonces, pone de relieve el autor, aprendimos que la vida moral ha de basarse en el respeto escrupuloso de la vida corporal y espiritual de las personas, incluidas sus creencias religiosas, morales, culturales, políticas. Este principio, que puede parecer elemental, ha tenido una lenta y dolorosa génesis. Ha costado siglos comprender que cuando el bien se hace, aun por la fuerza, deja ya de ser, por ello mismo, bueno para aquel que lo recibe. Nadie, salvo el propio individuo, puede definir lo que es bueno para él. Es cada uno el que tiene que elaborar, si puede, sus propios objetivos de vida, y con ello su proyecto de perfección y felicidad.
Advierte el autor que la subjetivización o privatización de la idea de bien alcanzada por la modernidad no desconoce que la moralidad tiene otra dimensión pública, no subjetiva, sino objetiva o, mejor, intersubjetiva. La vida en sociedad exige el respeto por todos los ciudadanos de unos mínimos morales, cuyo cumplimiento debe exigírseles por el sujeto de lo público, el Estado, aun coactivamente. He aquí la gran paradoja, asevera Gracia. En el nivel de la ética individual o privada, la coacción priva de moralidad a los actos, más aún, los convierte en inmorales, en tanto que, en el nivel de la ética común o pública, la coacción no solo no priva de moralidad, sino que es uno de sus elementos constitutivos. Otra diferencia importante es que en el orden privado el sujeto de la moralidad es el individuo humano, todos y cada uno de los individuos humanos, en tanto que en el de la moralidad pública el sujeto es el Estado.
Un tema importante es cómo pueden y deben establecerse los consensus morales en el orden de la vida pública. Si los valores son objetivos, es lógico que exista sobre ellos un gran consenso social, consenso pacífico entre todos los directa o indirectamente afectados por las normas morales. Estos consensos democráticos no pueden ser más que de mínimos, nunca de máximos. La función de la moral social o pública no es hacer feliz a los ciudadanos, sino removerles todos los obstáculos que puedan imposibilitar el desarrollo de su propio proyecto de vida y de su ideal de perfección y felicidad, como vimos. Esto se consigue exigiendo para todos por igual el respeto de su vida biológica (principio de no-maleficencia) y la igualdad de oportunidades en el orden de la vida social y política (principio de justicia). Una sociedad no maleficente y justa no es, sin más, una sociedad feliz, pero sí tiene las condiciones básicas necesarias para que sus individuos puedan desarrollar libre y responsablemente sus diferentes proyectos de felicidad. Estos proyectos ha de elaborarlos cada uno autónomamente (principio de autonomía), y desde ellos definir el horizonte de lo bueno para él (principio de beneficencia). De ahí la diferencia entre la no-maleficencia y la beneficencia, planteada novedosamente por el autor, para quien la no-maleficencia es un principio público y, en tanto que tal, puede ser exigido coactivamente a todos, sin excepción, mientras que la beneficencia pertenece al orden de lo privado, y es incompatible con la coacción o la violencia.
Diego Gracia culmina este magnífico capítulo recordando el llamado de atención que hacía el lema de la OMS sobre la fragilidad de la vida: “Contra violencia y negligencia, la consigna no puede ser otra que respeto y diligencia”. Es violencia toda intromisión en la vida privada de las personas sin su consentimiento, toda coacción o manipulación de sus ideales de vida. Y es violencia también la utilización de la fuerza por parte de los individuos o del Estado de modo maleficente o injusto.
La vida frágil, la fragibilidad de la vida, exige todo esto. La violencia es un hacer, un acto activo o de comisión. Pero la vida frágil también se puede ver lesionada por actos pasivos o de omisión cuando la comisión es obligada. En tal sentido, la igualdad de oportunidades propia de lo público exige no solo no lesionar la vida, salud y posesiones de los demás, sino también actuar positivamente para que las desigualdades e injusticias se eviten en lo posible. No hacer esto es negligencia, que consiste en no hacer aquello que debe hacerse, o hacerlo mal y descuidadamente. El verbo latino negligo significa menospreciar, desatender, no hacer caso. Su opuesto es diligo que no significa solo amar, sino también apreciar, atender, hacer caso. Como cabe apreciar, el autor anuda y desarrolla cabalmente los aspectos filosóficos y antropológicos de la ética de la fragilidad humana, tema central según dijimos, cuya comprensión habilita el abordaje pleno de los restantes capítulos que integran el segundo tomo de la obra.
Eduardo Luis Tinant
El gran valor y la actualidad que posee la obra de Diego Gracia radica en que él se sitúa en la corriente ética de la “responsabilidad”.
En este libro el autor aborda la clínica médica, que es la actividad que realiza el galeno con la persona enferma, a diferencia de la clínica de la patología, que estudia la enfermedad.